En Rayones, Nuevo León, la vida dejó de ser normal. En este municipio rural, enclavado entre montañas y caminos estrechos, la cotidianidad fue reemplazada por el miedo. Desde hace meses, la gente dejó de caminar por las calles después de las 5 de la tarde. No fue por orden oficial. Fue una decisión colectiva, silenciosa, nacida del instinto de sobrevivir.
El crimen organizado no solo está presente en Rayones: lo controla. Los habitantes saben que a cierta hora, las camionetas con hombres armados comienzan a patrullar. Saben también que no habrá ayuda. Las autoridades no llegan, y cuando lo hacen, es demasiado tarde.
La noche del lunes 5 de mayo fue el punto de ruptura. El sonido de fusiles automáticos y armas de alto poder, como Barret .50, sacudió a la cabecera municipal. Durante dos horas, el pueblo se convirtió en campo de batalla entre el Cártel del Noreste y el Cártel Jalisco Nueva Generación. En ese tiempo, no hubo auxilio. No hubo autoridad. Solo habitantes resguardados detrás de puertas cerradas, rezando que las balas no atravesaran sus casas.
Un pueblo convertido en campo de guerra
El saldo fue aterrador: seis vehículos abandonados, algunos incendiados; más de mil casquillos regados por las calles; paredes de viviendas perforadas por los proyectiles; y el rastro de una violencia que ya forma parte del paisaje.
No se encontraron cuerpos. Según testigos, los mismos criminales se los llevaron. La Guardia Nacional, Fuerza Civil y la Agencia Estatal de Investigaciones llegaron… 12 horas después. Para entonces, ya no quedaba nada más que sangre seca en el pavimento y el eco de los disparos.
“Parecía una zona de guerra”, cuenta una vecina. “El pueblo huele a quemado, ya no se puede vivir aquí tranquilo”.
Rayones no solo enfrenta el crimen. Enfrenta el abandono. No hay policía municipal. El edificio de la presidencia está cerrado. El alcalde panista, Rolando Montoya, no está presente. Literalmente. Según los propios vecinos, ni siquiera se encuentra en el municipio.
La inseguridad ha empujado al cierre de negocios como el hotel Las Margaritas, un restaurante local y hasta una tienda de abarrotes. ¿La razón? La presencia constante de delincuentes que se apropian de los espacios. Nadie quiere arriesgarse. Nadie se siente protegido.
La rutina del miedo
La vida en Rayones comienza temprano… y termina antes del atardecer. A partir de las 4 o 5 de la tarde, las calles se vacían. No hay niños jugando, no hay vecinos platicando en las esquinas, no hay familias paseando. Solo silencio. Solo el miedo compartido.
“Es la hora en que empiezan a circular las camionetas con hombres armados”, dice un habitante. “Ya mejor nos resguardamos en casa”.
Los criminales montan retenes antes de llegar al pueblo. Detienen a repartidores que llevan mercancía a los negocios. Les quitan los productos y los dejan seguir… o no. Nadie sabe con certeza qué pasará. Pero todos saben que ninguna autoridad va a intervenir.
Mientras tanto, el gobierno estatal guarda silencio. Samuel García no ha mencionado a Rayones. No ha visitado el municipio. No ha anunciado ningún operativo, ni refuerzo, ni estrategia.
La omisión se siente como una segunda violencia: la institucional. Porque cuando un pueblo queda en manos del crimen, pero también fuera del radar del Estado, ¿a quién le queda pedir ayuda?
Rayones ya no espera ayuda
Lo más alarmante no es solo la violencia. Es la resignación. Es la forma en que los habitantes han tenido que organizar su vida en torno al crimen, porque el Estado simplemente no está.
Ya no hay protestas. Ya no hay llamadas al 911. Ya no hay confianza en que algo vaya a cambiar. Solo queda el instinto de sobrevivir, el cierre de puertas al caer la tarde, el recelo ante cada vehículo desconocido.
Rayones es un retrato brutal de lo que pasa cuando el narco no solo penetra, sino que sustituye al gobierno. Un lugar donde las balas dictan la rutina, donde los ciudadanos son invisibles para el Estado, y donde el silencio —como el de las autoridades— se vuelve cómplice.
Mientras tanto, la vida sigue, aunque de otra forma. Más encerrada. Más callada. Más temerosa.
Y lo peor: más olvidada.